Después de él no he escrito nada más. Creo que ya es tiempo.
Creo que mis días en la revista están contados.
No es usual que me levante temprano. Nunca he cumplido con los horarios que me imponen.
Jamás llego a más de cinco meses en un empleo.
Y es que un trivial reportaje que me encomendaron sobre los colores que nunca pasan de moda, no ha logrado emerger de mi cansada y desorientada cabeza.
En las últimas semanas el momento bajo la ducha es esencialmente perdido. No puedo relajarme. Ni siquiera logro tomar la esponja con jabón.
Mi baño es una cabina donde se detiene el tiempo y, al salir, todo sigue igual: el mundo avanzó, pero yo estoy estancada.
El momento del desayuno, que para muchos es un rito sagrado, para mí no significa más que quince minutos sentada frente a la mesa de la cocina con un tazón púrpura de café cargado, que luego me incomodará en el estómago.
Por fin me decido a salir; tengo que comer.
Las repisas de mi despensa están llenas de diversas variedades de polvo y tierra acumulada por los meses sin uso. Además, debo aprovechar el último sueldo que voy a recibir, porque de seguro cuando vuelva a mi oficina, la editora me invitará, cordialmente, a abandonar mi puesto para siempre.
Camino lento, sin ningún ánimo. Me fijo en cosas estúpidas como, por ejemplo, que los hombres ya no me miran como antes, que ahora soy poco atractiva y que, de seguro, la gente nota qué estoy mal.
A ratos me convenzo a mí misma de que ya no puedo seguir así, viviendo sin motivaciones ni logros que me hagan sentir orgullosa. Pero luego, me doy cuenta de que es más fácil vivir perdiendo.
No me complica tener excusas para todo, asumir desinteresadamente que ha sido culpa mía y que, como sea, siempre voy a salir adelante.
Luego me siento frustrada por tener todos esos pensamientos tan profundos que nunca me llevan a ninguna parte. Me detengo, observo el supermercado con aversión. Entro.
Comienzo a caminar entre los coloridos pasillos, llenos de gente, que no son familiares para mí. La comida rápida y los restaurantes me han provocado miedo de un lugar tan común y habitual para la mayoría de los mortales.
Me demoro mucho en encontrar los pocos alimentos escogidos que me alcanzan en las dos manos y un brazo. Diez minutos más tarde, me dirijo a la fila para cancelar.
Cuento: seis personas antes que yo. Me abrumo, pero al mismo tiempo observo la pequeña mano de una niñita que tenía chocolates y me retiro discretamente del lugar para buscar uno de los mismos.
Cuando estoy frente a la estantería me fijo en la variedad de sabores y marcas existentes, pero tomo sin duda el de manjar, el mismo que sostenía la pequeña. Luego me pierdo en una sonrisa. Diez segundos, quince segundos y más. Me siento ruborizada.
Vuelvo a la caja y la fila avanza rápidamente. Él está ahí, a unos cuantos metros. Percibo que me observa insistentemente. No quiero salir de ese lugar.
Inevitablemente llego hasta donde la cajera que se apura, no sé por qué. Por lo general en la televisión las exponen como lentas y aburridas.
Miro hacia todos lados atolondrada, él aún está ahí, recién se dirige a una caja y yo ya no puedo disimular más mi fingido enredo con las bolsas de nylon.
Ahora le pido a la señorita que me cambie un billete de diez mil pesos por monedas de diez, de cincuenta, de cien, billetes de mil, de dos y de cinco. Ahí vea usted, pero que sea bien mezclado.
Me voy. No tengo nada más que esperar.
Los siguientes días serán perfectos.
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