sábado, 13 de octubre de 2007

Decisión Madura

Quería inventarle apodo para que me dejaran tranquila, pero nunca se me ocurrió uno que las satisficiera. Eran las líderes y yo una más de la tropa.
Mientras ellas planeaban todo, permanecía sentada como indio en la colchoneta de ese lugar sucio y maloliente. Probaba cada cosa que estaba a mi alrededor, sin conciencia. Así me gustaba. Lo disfrutaba más, sola.
Sabía que ellas esperaban que yo participara de sus absurdas ideas, pero no podía pensar. No quería seguirlas, era ridículo y poco excitante.
Sus ocurrencias ya me molestaban. Todos los días consumíamos lo mismo, en iguales cantidades, me sentía mal, después, y siempre terminaba vomitando.
Entonces, asumí que lo mejor sería alzar la voz de una vez por todas e ir en busca de nuevas sensaciones.
—Ya me aburrí de comer helado con “guagüitas”. El próximo juego lo elijo yo, porque no me gustan más las barbies.

Puerta 4

Aunque no nos comunicamos durante su viaje, siempre sentí esa extraña ansiedad de que volviera. Quizás por curiosidad. Tal vez por algo más.
Una voz por el altoparlante informa que el vuelo aterrizó. Luego en inglés.
Yo tiemblo.
Camino hacia la puerta por donde salen los pasajeros y, rápidamente, me devuelvo. Observo para todos lados, impidiendo que la gente se me acerque. Evito cualquier contacto visual.
Los pasajeros comienzan a llegar a la sala de desembarco y yo aguanto mi nerviosismo.
Por fin lo diviso. Un poco más gordo. Más bronceado.
— Es él. Susurro.
Me inserto entre la gente que busca a sus familiares; novios, amantes, la visita deseada, la nunca esperada. Como sea, empujo y llego. Me planto delante de él con decisión y ocultando mi entusiasmo. Lo miro y le digo exageradamente fuerte:
— ¿Taxi, señor?

Este libro lo escribí para el libro "Pequeños cuentos de grandes amigos" del escritor penquista, Tito Matamala, que se publicó en septiembre de 2007.

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